Pastela de pato en confit






 
Yo no conocía la pastela, hasta que mi amiga Esther, que es granadina, la sirvió en una cena de amigos en su casa. Me supo exquisita. Esa vez, ella la preparó de perdiz y me contó que era un plato mozárabe y que su elaboración era muy trabajosa. Primero había que preparar las perdices, después deshuesarlas y, con la carne, preparar la pastela. Me encanto la combinación del sabor de la perdiz con las especias. También el dulzor final. Pese a todo, en aquel momento no me planteé hacerla. 

Hace poco compré en Londres una revista, la de la BBC GoodFood, que tanto me gusta y de la que ya he publicado variaciones de algunas recetas. Venía una pastela de confit de pato. Ya os he contado que me encanta la cocina francesa. Para mí el confit de pato es uno de sus platos estrella. No sé si lo conocéis, pero son trozos de plato (principalmente muslos) que han sido cocinados completamente cubiertos de grasa (de pato). De esta manera, se pueden conservar durante mucho tiempo.  Lo bueno del tema es que no absorben esa grasa y el resultado es una carne rosada riquísima. Se puede comer tal cuál o preparar de diversas maneras. El otro día vi en canal cocina un programa de las escapadas de Jamie Oliver (que nos encanta a mi hijo y a mí). Viajaba a los Pirineos franceses. Allí  preparaba confit y, después, hacía un plato de lentejas con confit espectácular.
 
Ahora, en España, es fácil conseguir el confit enlatado, tanto muslos como jamoncitos de ala. Los más comunes son los de Auchan (marca blanca de Alcampo) o los de Martiko. Ambas marcas son buenas. Yo suelo comprar los jamoncitos porque son considerablemente más baratos y yo creo que igual de buenos, o incluso mejores.
 
Pues bien, en cuanto vi la receta de la pastela de pato supe que la haría. Tenía una pinta apetitosa, llevaba el confit que me encanta y, lo mejor de todo, podía comprar el confit enlatado y evitarme parte del engorro de su preparación. Además, la mezcla de comida arabe y francesa siempre es un acierto.
 
Hasta donde yo sé, la pastela es una especie de empanada  de hojaldre, hecha con pasta brick y rellena de ave. Hay quien la llama también pastilla o bastila. Lo curioso es que en Galicia a las empanadas de hojaldre se les llama pastelón, sean dulces o saladas. Supongo que el origen del nombre es el mismo. Por cierto, tengo que prepararos un día un pastelón de jamón y queso que está buenísimo (y es facilísimo).
 
La pasta brick se puede encontrar ahora en muchas grandes superficies y supermercados especializados. Yo las he visto en Alcampo y El Corte Inglés, aunque esta vez compré todo en Makro. Si no tenéis pasta brick, podéis usar pasta filo, que es muy similar. Os dejo un artículo de Juan Mari Arzak donde explica las diferencias entre ambas.
 
Como no tengo recuerdos asociados a la pastela, más que las cenas en casa de mi amiga Esther, le he pedido a ella que me escribiese algún párrafo sobre sus recuerdos asociados a ésta. ¡Muchas gracias Esther por tu colaboración! Esto es lo que ha escrito:
 
“Aunque sé que lo que llamamos pastela es, en distintas variantes, un plato muy común en gran parte del mundo árabe, yo la tengo asociada a las monjas del Convento de la Encarnación en Granada, a las monjas clarisas: ironías de historia. La que ellas hacían (y espero que sigan haciendo, porque sin duda pertenece a la categoría de obra de arte) es distinta a la que he probado en la zona del norte de Marruecos, donde es  bastante típica, o en Egipto.  La de las monjas granadinas  recuerda a la que he probado en estos lugares, pero no es igual. Este se trata de un plato mucho más contundente y se parece más a una quiche que a una empanada: es más una especie de gran tortilla horneada rellena  de aves  y frutos secos.  La cocina andalusí comenzó a rescatarse a finales de los años 90 pero, para esas fechas, las monjas de la Encarnación ya llevaban muchos años (puede que  siglos, el monasterio se fundó en 1521) haciéndonos disfrutar de ella: como otros muchos platos tradicionales de la zona la pastela había permanecido allí, cociéndose en los fogones, incluso sin necesidad de tener genealogía reconocida. De un tiempo a esta parte se han abierto en la ciudad algunos restaurantes especializados en rescatar recetas andalusíes y otros que tratan de hacer fusión con la cocina árabe.  Esto hace que hoy día sea común encontrarla en muchos restaurantes de la ciudad, pero esto no siempre ha sido así, cuando yo era pequeña o se acudía a las monjas o se hacía en casa.
 
Yo la hago como un plato especial: cuando tengo invitados, cuando tengo algo importante que celebrar y, sobre todo, cuando tengo tiempo, porque me encanta disfrutar de  todos los aromas y texturas que se suceden durante la elaboración. Entre el plato que yo elaboro y el que recuerdo de las monjas claras hay una distancia de casi quinientos años pero, aún así y sin intentar salvar distancias imposibles,  puedo decir que no me queda mal. Me encanta el olor de la farsa cuando se está cociendo: canela, azahar, azúcar, piñones,… Uhmm, huele a lo mejor de mi ciudad. Esa es  mi  magdalena de Proust.”
 
Para los que no la conocéis, Esther Terrón es la autora de la novela “Junio”, que os recomiendo vivamente.
 
 
 
 
 
Ingredientes:
Una lata de muslitos de ala de pato en confit (también valen muslos)
2 cebolletas (o cebollas pequeñas)
Dos cucharadas de aceite de oliva
150 g de orejones de albaricoque
Una cucharada de canela y ½ cucharadita para adornar
½ cucharada de comino en polvo
Unas ramitas de cilantro fresco
Una cucharadita de semillas de hinojo
½ litro de caldo de pollo
Un limón
50 g de piñones
Una cucharada de  azúcar glass
6 hojas de pasta brik (o pasta filo)
 
 
 
 
Abrimos la lata de confit. Fijaros el borde de mi lata. Toda la cocina llena de maquinitas y no pude encontrar ¡un abrelatas!
 
 
 
 
Retiramos los muslitos de la lata.
 
 
 
 
Les quitamos la piel y los huesos.
 
 
 
 
Picamos el cilantro.
 
 
 
 
Picamos la cebolleta.
 
 
 
 
Ponemos una cazuela al fuego con una cucharada de aceite. Cuando está caliente el aceite, echamos la cebolleta y la doramos a fuego lento.
 
 
 
 
Mientras tanto cortamos los orejones en 4 o 6 trozos cada uno.
 
 
 
 
Añadimos los orejones a la cebolleta.
 
 
 
 
Echamos la canela, el comino y las semillas de hinojo.
 
 
 
 
Mezclamos y añadimos el cilantro.
 
 
 
 
A continuación, vertemos el caldo de pollo.
 
 
 
 
Cuando hierve, añadimos el pato.
 
 
 
 
 
Encendemos el horno a 200º, sin gratinador.
 
Cocemos a fuego lento hasta que gran parte del caldo se ha evaporado, pero todavía está la mezcla jugosa. Rallamos la corteza del limón y exprimimos la mitad del limón. Añadimos ambas cosas y los piñones (reservando unos pocos para adornar). Apagamos el fuego.
 
 
 
 
Untamos un molde redondo con media cucharada de aceite.
 
 
 
 
Ponemos una capa de pasta brick. La pasta brick puede venir en un rollo o en láminas. Si viene en láminas ponemos una. Si viene en rollo, cortamos un trozo de tamaño suficiente para cubrir el molde y sobresalir un poco.
 
 

 
 
Ponemos otra capa de pasta brick, cambiando un poco la orientación en el molde. Así, hasta colocar cuatro capas de pasta.
 
 

 
Rellenamos con la mezcla de pato.
 
 
 
 
Colocamos otras dos capas de brick cubriendo el pato.
 
 
 
 
Ahora hay que cerrar la pastela. Es un poco complicado, porque la pasta brick no se queda pegada como el hojaldre. Para mí lo más fácil fue meter los bordes de las dos capas superiores entre el pato y las cuatro capas inferiores. Queda como una flor sellada.
 
 
 
 
A continuación, fui metiendo los bordes de las cuatro capas inferiores por esa misma ranura, dejando que sobresaliesen un poco. Queda bonita un poco irregular.
 
 
 
 
Se unta la parte superior de la pastela con la media cucharada de aceite sobrante.
 
 
 
 
Metemos al horno, entre 20 y 25 minutos, hasta que esté bien dorada y crujiente.
 
Al sacar, decoramos con azúcar glass y canela, tamizados con la ayuda de un colador. Ponemos unos cuantos piñones por encima. Ya veréis qué aromática y qué rica está.
 
 
 
 

 


 


 
 

 
 

 

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